su agente inmobiliario

Making Off de Historias de un agente inmobiliario

Tuve en el colegio un profesor de Filosofía buenísimo, de esos que convierten cualquier asignatura en una aventura trepidante. Iba siempre vestido con traje y corbata, calzado con unos relucientes zapatos abotinados, y acompañado de un antiguo maletín del que sacaba sus tesoros bibliográficos. Semblante chupado, escéptico hasta la médula, la sabiduría le pesaba sobre los hombros. Solía poner los suspensos casi terroristas que cabe esperar de tan atildado maestro.

Nos contó un día en clase que en uno de los exámenes finales había planteado como tema de disertación «La audacia». En estas exigentes pruebas había que soltar un rollo lo más largo posible, a poder ser folios y folios trufados de sesudas argumentaciones, siguiendo el más estricto discurso académico: introducción, desarrollo, conclusión… en fin, asuntos serios. Y resultaba que a tan afilado tema uno de sus alumnos se había limitado a contestar: «La audacia es esto».

Así, a secas.

No quiso decirnos la nota que le puso. Siempre sospeché que fue, por cómo se perdió su mirada a través de la ventana del aula mientras nos lo contaba, muy buena.

Se me quedó grabada esta historia. Siempre me ha interesado la economía de medios, en todos los ámbitos y aspectos de la vida. Conseguir el máximo con lo mínimo, e incluso con la nada, si pudiera ser, me resulta un objetivo apetecible. El vacío me parece de lo más sustancial. Es uno de los grandes temas del arte del siglo XX: las esculturas de Chillida en el Peine de los Vientos… los agujeros son los que mandan. No hemos salido todavía los seres humanos del asombro que nos produce la certeza de que la Tierra es una mota de polvo flotando en un espacio infinito, desconocido e inasible.

Anduve mucho tiempo con la idea en la cabeza de publicar un libro en blanco, sin título, ni nada. El no hacer felizmente nada es de lo más difícil de conseguir. Soñaba yo en cuanto podía con que mi vacío se convertiría en uno de esos éxitos que se meten en las listas de los más vendidos para no salir; que se pondría de moda y me haría rico… Naturalmente, nada de esto se hizo realidad, así que estuve años pensando en algo que mereciera la pena escribir.

Como tanta gente, llevaba yo a rastras un libro dentro. Se me ocurrían algunas cosas, pero nada demasiado original, o al menos eso me parecía. La idea más sólida que estuve rondando fue la de un personaje que de repente se encontraba un día con que todo el mundo le llamaba de una manera distinta a como él se llamaba realmente. El universo completo se ponía de acuerdo, y le hacía creer que no se llamaba Javier, sino Ernesto, por ejemplo. Hasta le cambiarían el nombre del carnet de identidad. Me divertía jugar con la duda sistemática. Pero claro, había que desarrollarlo, e inventar una historia alrededor que se sostuviera. Una gran dificultad. ¿Y a quién podría interesarle? Seguro que alguien ya la había contado…

Pasados los años, muy ocupado andaba yo con mi cambio de rumbo, y desde luego con poco tiempo para pensar, y menos para escribir. La crisis me había llevado a tener que cambiar de oficio. Vivíamos mi familia y yo confortablemente de mi pequeño estudio de arquitectura, y de una pequeña empresa dedicada a la gestión cultural, cuyo cliente principal era la Administración Pública. Con los famosos «recortes» me quedé empantanado en una nada, bastante infeliz esta vez. Encontré una oportunidad para probar suerte como agente inmobiliario, y me lancé a probar.

Descubrí al poco tiempo de meterme en ese fregado que lo más importante para conseguir clientes era lo que en la jerga inmobiliaria se llama el posicionamiento demográfico: que la gente que conoces se entere de que te dedicas a ello, para que si necesitan tus servicios te llamen. Así que cuando necesité dar a conocer mi nuevo oficio entre mis conocidos, en lugar de enviar, por ejemplo, una newsletter replicando un post sobre decoración — «Veinticinco consejos para acertar con las cortinas» o «De garaje a loft urbano» —, un gráfico sobre la evolución del mercado inmobiliario en el último trimestre, o una imagen del departamento de marketing de mi agencia en la que dos jubilados sonríen junto al eslogan «Sueña con los ojos abiertos», aproveché la oportunidad para ponerme a contar en un blog lo que me estaba pasando y lo que estaba intentando hacer, y mandárselo a mis amigos, familiares y antiguos clientes, es decir, a todos mis conocidos.

Lo más curioso es que funcionó. Quiero decir que a los destinatarios no pareció importarles demasiado que les mandara una primera historia, y yo diría que se enteraron bastante bien de lo que quería transmitirles, así que seguí. Sin darme mucha cuenta, había encontrado una vía para comunicarme con lo que se llama en el mundo de la mercadotecnia la «base de datos». Si conseguí convertirme en agente inmobiliario fue, en parte, gracias a este blog, porque descubrí una manera, la mía, de informar a mis posibles clientes.

Pasados los años, y alentado por algunos de los lectores de mi blog, pensé que quizás había encontrado aquello que andaba buscando, algo que contar: las andanzas de un agente inmobiliario por su ciudad, el aprendizaje de un nuevo oficio, la interpretación personal de un fracaso generacional, la gestión del cambio, la salida de la crisis… Varios impulsos me ayudaron a superar la funesta presunción que le invade a uno de que lo que está escribiendo no puede interesar a nadie. Los más poderosos fueron la ilusión por hacer un regalo a mi familia, rendir un homenaje a mis padres, y esa imprescindible dosis de vanidad que en mi caso se traducía en tratar de demostrar que era yo capaz de seguir haciendo cosas nuevas y diferentes.

 

Este texto fue publicado en la revista Zenda el 23 de mayo de 2019.

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