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El puente colgante de Bilbao

Estuve hace unos días en Bilbao viendo la exposición de Frank LLoyd Wright, y no pude dejar de ir a ver el magnífico puente colgante del arquitecto Alberto del Palacio. El viaje desde el centro de la ciudad por la margen izquierda de la ría deja al descubierto el inmenso paisaje de ruinas industriales que aún queda en Bilbao – el Guggenheim tan solo ha conseguido maquillar una pequeña parte – y los barrios humildes de los trabajadores. La llegada al puente colgante, en un día de perros además, fue de lo más sobrecogedora. La espera en Portugalete hasta poder embarcar en la estrechísima calle con soportales, que apenas permite que se crucen los coches que salen y entran del transbordador, la aproveché para asomarme a la ría. El espectáculo es de los que no se olvida fácilmente, las sensaciones son las de las grandes ocasiones, como cuando se visita la Estatua de la Libertad o la Tour Effeil, vamos. El espacio abierto, el sílbido del viento, el movimiento del transbordador flotando, hacen de este lugar algo realmente muy especial, que se completa de maravilla con el suave viaje hasta la margen derecha, en dónde saludamos a la ciudad burguesa de Las Arenas.

A mi modesto entender, creo que es éste un monumento poco conocido para el gran valor que tiene, y recomiendo a quién vaya a visitar Bilbao que no deje de acercarse a verlo. Se puede subir en ascensor hasta la viga colgante (de ahí le viene el nombre, y no de la cabina suspendida), desde la que debe de haber una vista estupenda de toda la ciudad y del mar.

Como complemento a tan sin par monumento, reproduzco el emocionante poema de Santiago Amón Universo y poética de Alberto del Palacio, que se publicó por primera en la revista Nueva Forma, en el número 60 de 1971, y por segunda y creo que última en la revista Poesía, en el número 33 de 1990. Me ha sido imposible reproducir la composición tipográfica, que es esencial, pero algo queda.

Universo y poética de Alberto del Palacio

Cuando un compañero de viaje se encuentra con un compañero de viaje y dice: compañero de viaje.

Al divisar Alberto del Palacio la luz del amanecer, la antorcha del progreso y la entraña poética de la primera máquina, exclamó: compañeras de viaje.

Cuando quien participa de una concepción general del universo, encuentra a quien participa de una concepción general del universo, se suele decir: presocrático.

Cuando un presocrático se topa, de camino, con un presocrático, clama a los cielos: gigante.

Y cuando un gigante halla en el monte a otro gigante, grita sin rodeos: organizador esencial.

Viendo a los pies de la Torre Eiffel, el derroche injustificado del espacio envolvente, Alberto del Palacio pensó en la conveniencia de aclimatar, allí mismo, el vuelo arogante de un globo aerostático.

Porque cuando un organizador esencial visita aun organizador esencial, añade por todo saludo: Gigante.

Éste era el tiempo en que voces como progreso, y el foro internacional, prodigiosamente iluminado por la pujanza de la industria, sorbían el seso a buena parte de la burguesía alimentada (bien alimentada) y crecida en la margen derecha del Nervión.

Cuando un ingeniero universal o un cosmólogo o quien divirtió su tiempo en la divina contemplación de la astronomía, emite un radiograma a quien divirtió su tiempo en la divina contemplación de la astronomía o a un cosmólogo o a un ingeniero universal, dice de entrada: presocrático.

Cuando un políglota estrecha la mano de un políglota, traduce: compañero de viaje.

Y cuando un orbimensor, saluda a un orbimensor, no puede reprimir en sus labios semejante loa: poeta.

Viendo las gentes el ímpetu ascensional del Puente Colgante y la suma de ingenios, cálculos y artilugios de que se hacía acompañar, repetían a coro: políglota.

Porque, cuando la mitad del universo sorprende en la frente de un organizador esencial, el empuje de la idea, se contagia por vía traumatúrgica y murmura: gigante.

Este era también el tiempo en que se decía preceptivo, casi ritual, que todo joven bilbaíno, acariciado por un risueño porvenir, fuera a cursar estudios de ingeniería en el ámbito universitario más flamante de Europa.

Cuando un poeta descubre a otro poeta, suspira: cosmólogo.

Cuando un trapecista sorprende en el vuelo, el vuelo de otro trapecista, clama a voz en grito: orbimensor.

Cuando un ingeniero universal analiza los cálculos de otro ingeniero universal, profiere: arquitecto.

Viendo las gentes el riesgo equidistante, descrito por Alberto del Palacio bajo la carpa del éter y sobre la estela de un transatlántico y cien remoldadores, susurraban con cierta extrañeza: nos sustenta el vacío.

Porque, cuando el hombre contempla, hecha hierro, la proeza de un cálculo en la palma del aire, a la luz radiante del día, en el pulso titánico o tensión de cables y poleas, no puede reprimir su asombro ni eludir lo raro del lugar, lo insólito de lo que ven sus ojos.

Este era, por último, el tiempo en que los artistas de Bilbao, estimulados por el pregón de cien chimeneas humenates, acudían a la tribuna de París, donde se anunciaban nuevas formas de expresión y vida. ¡Acudid al confín renovador, alentados por una conciencia renovada! ¡No haya para vosotros, adelantados bilbaínos, lastre tradicional que dificulte la incipiente aventura!

Cuando un arquitecto saluda a un compañero de viaje, dice sin reticencia: organizador esencial.

Cuando un gigante señala a otro gigante el rumbo portentoso de un globo dirigible, hace flamear su pañuelo e invoca: compañero de viaje.

Cuando un alto dignatario sorprende a un caballero a lomos de un velocímetro, apostrofa: futurista.

Cuando un futurista entabla diálogo o polémica con un políglota, no es raro que sentencie: divino contemplador de la astronomía.

Cuando un arquitecto cronometra a un campeón, alza los brazos y aplaude: adiós, gigante de la ruta.

Cuando un gigante conversa con un trapecista, termina por reconocer: alto dignatario.

Cuando un campeón destrona a otro campeón, proclama: olímpico.

Cuando un olímpico urge la frente de un olímpico, se congratula y vitorea: compañero de viaje. Cuando un compañero de viaje despierta a un poeta, a punto éste de afirmar: presocrático.

Y cuando un presocrático lee a otro presocrático, no puede menos de predicar: nos sustenta el vacío.

Y el arquitecto clama: hay que reconstruir el vacío.

Y el gigante: hay que apoyarse en el vacío.

Y el cosmólogo: giramos en el vacío.

Y el divino contemplador de los astros: siglos de luz nos remiten al vacío.

Y el futurista y el ciclista y el trapecista y el piloto del zeppelín y el políglota y el alto dignatario meditan, polemizan, parafrasean y dejan por los suelos cientos de papeles, plagados de metáforas en torno al vacío y la inquietud circunstante.

Es entonces, justamente entonces, cuando llega el poeta con los planos, la tabla de cálculo, el sismógrafo, el diapasón y el pentagrama o filamento de un cántico universal.

Llega el poeta y a los ojos de las gentes, congregadas allí por el asombro o por simple y malsana curiosidad, despliega el empuje de la idea y se dispone a alzar la nueva morada al vacío.

Allí, sobre las losas relucientes del foro, Alberto del Palacio se dio a urdir, en la palma del aire y a la luz del mediodía, la estuctura primaria, el esqueleto esencial de un menhir, de un coloso, coronado, según la costumbre asiria, por un templo u observatorio astronómico.

Allí alzó, hierro por hierro, cesura tras cesura, vano por vano, el gigantesco vuelo de una interrogación cosmológica, el esqueleto estructural del menhir, capaz de desafiar secularmente la fuerza de la erosión, el temblor telúrico o el embate de los vientos, el sedimento de un mástil, de un obelisco, instalado en la nuda entidad del aire.

Midió luego, por el ecuador, el perímetro de la esfera y, habiéndola fundido en el hervor y con el temple del acero, la dejó flotando sobre los tejados de París, frente a la Torre Eiffel, en cuya cima ondeaba una bandera, azul, roja y amarilla, izada por Georges Vantongerllo. Era bello de ver cómo la comba del acero se elevaba, y con ella la idea, desde su misma solidez hacia regiones inexploradas, en cuyo caudal atmosférico rara vez se vio clarificada la mirada del hombre.

Y, más tarde, volvió a las aguas, al torrente en perpetua ebullición desde Portugalete a Las Arenas, desde el confín del oceánico hasta la conmoción de la bruma encendida, del cielo amenazado por diez generaciones de altos hornos. Y allí erigió un dolmen, y de la viga más altanera, sustentada en el concierto exultante de miles y miles de tornillos, suspendió un trapecio, una quilla volandera, cuyo tránsito contemplaban peces y gaviotas y las chimeneas de los trasatlánticos, de los barcos pesqueros y de cabotaje. Se hizo silencio en el orbe durante tres minutos y medio, en tanto Alberto del Palacio firmaba la patente y, tras este silencio, el aire universal, accesible hasta entonces sólo al ala del pájaro, se inundó en la orgía de miles y miles de transbordadores.

Y, EL SÉPTIMO DÍA, DESCANSÓ.

Fue entonces, cuando, de cara a la luz del alba, frente a la antorcha del progreso, ante la entraña poética de la primera máquina, dijo: compañeras de viaje.

Y ocurrió que
el campeón
el gigante
el ciclista
el olímpico
el políglota
el futurista
el arquitecto
el trapecista
el orbimensor
el organizador universal
el piloto del globo aerostático
el divino contemplador de los astros
el hombre en posesión de una noción del orbe,

entrando y saliendo por puertas giratorias
del templo de Atenea
portaban símbolos y dones,
corriendo y descorriendo las cortinas del
SANCTA SANCTOrum de un funámbulo

iban
venían
saludaban
todos eran y se llamaban todos
Alberto del Palacio y Elissague.

Se anunciaba la llegada del siglo futuro.
De rigurosa gala,
el jefe de la estación de Atocha
dio salida a un tren
rebosante de guirnaldas y banderas.
La Historia,
la arrogante y risueña peripecia del Bilbao finisecular,
se fue disipando con el humo de las factorías.

Un sol cosmopolita
inundaba montes y obeliscos
y las cúpulas de los observatorios,
la procesión sin fin, la ruta encadenada
de torres teleféricas y volquetes aéreos.

Los soldados comenzaron a abandonar los cuatro frentes de la Torre Eiffel
y un aeroplano blanco
cantaba en el azul.

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