Recibo el lunes por la mañana nada más llegar a mi despacho, bien repeinadito recién salido de la piscina, una llamada del persianista que no puedo atender porque estoy hablando con el técnico de la lavadora: ERROR FO, había anunciado el display durante el fin de semana.
Me está proponiendo que, para ahorrarme la visita, pruebe a inclinar el aparato, a ver si sale agua de la bandeja inferior; nada, ni gota. Me sugiere a continuación que compruebe si el tubo que llega a la pipeta pudiera estar atrancado; bueno, pues tampoco. Milagrosamente, al volver a enchufarla ha funcionado.
Devuelvo la llamada al persianista. Me atiende María José. Han terminado ya el trabajo del piso de General Lacy. No se veía ni torta en el salón, y me daba apuro enseñarlo con la luz de la bombilla pelada que colgaba del techo. Quiere saber a quién tienen que pasar la factura. Le doy los datos, y cuando ya casi había colgado:
— Una cosa, ¿te puedo hacer una consulta? —me pregunta.
A María José no he llegado a verla; a su marido, Manolo, sí, pero a ella no. Le he puesto cara redonda, pelo negro rizado, gafas grandes y rojas. Por teléfono es un encanto, de esas personas que te alegra la mañana:
— Es que estoy viendo aquí lo de su agente inmobiliario…
Naturalmente, me pongo a su disposición de inmediato: se han comprado un local en Aluche, nada, quince metros cuadrados, hecho polvo, pero les viene bien para almacén porque está al lado de su taller. Fueron la semana pasada a la notaría, y le han llamado esta mañana de la gestoría para pedirle una provisión de fondos. Y resulta que tiene que liquidar el impuesto sobre un valor de treinta seis mil euros en lugar de por lo que les ha costado, que es bastante menos; y claro, no lo tenía previsto.
Eso está pasando ahora mucho: las valoraciones mínimas de los inmuebles que calcula Hacienda son en algunos casos superiores a los valores reales, y toca pagar más impuestos. Luego puedes recurrir y tal, pero ya saben, en fin, un rollo fiscal sin interés alguno. Pero lo que en realidad quería contarles es que me dejó un poco mosca que saliera en su teléfono la coletilla de su agente inmobiliario.
Ignoraba que figurara junto a mi número cuando llamo a alguien que no me tiene fichado. En fin, una tontería, pero me ha extrañado, así que me he puesto a investigarlo. Después de dar unas cuantas vueltas por el buscador, al final he llegado a la conclusión de que debe de ser algo de los datos (¿o los metadatos esos?) de la página en Google de mi negocio.
Desde que ya no trabajo en una agencia, necesito un sitio propio en el buscador; como si fuera un restaurante, vamos. Es una cuestión de confianza: cuando, por ejemplo, alguien te tiene que ingresar un dinero (que no suele ser poco) para hacer una oferta por un piso, su primera reacción es guglearte a ver si no eres un estafador. Con la mala fama que tenemos los agentes inmobiliarios, mal asunto si las reseñas no acompañan. De momento las he tenido todas de cinco estrellas (perdonen que farde un poco, pero es importante para la historia). Bueno, todas menos una, pero no se asusten, porque como por arte de magia desapareció.
Resulta que tuve un percance con una señora. Vendía ella directamente sin intermediarios —un particular en el argot inmobiliario hispano, FSBO (for sale by owner) en el anglosajón—. Si alguna vez lo han intentado sabrán de los que les hablo: las agencias te fríen a llamadas para meterse en tu casa, te dicen que tienen un cliente, en fin: una pesadilla.
El caso es que andaba yo buscando pisos por el barrio de Pacífico por encargo de un cliente. Llamé a esta señora y quedé con ella para visitar el suyo sin darle mayores explicaciones. No es que tuviera nada que ocultar, la verdad, pero si no preguntan tampoco las doy, porque se suele liar la cosa: no se preocupe, que no le voy a cobrar nada, que no quiero que me deje vender su casa, sólo ir a verla con un comprador y ya está. «Eso dicen todos», te acaban contestando. La conversación se va acelerando, no me da tiempo a intervenir, y acabo con el teléfono en la mano, hablando solo.
A los pocos minutos de colgar apareció en la bandeja de entrada un email de Google:
“Has recibido una reseña de 1 estrellas [sic]».
Pinché en el enlace:
«Un sinvergüenza”, acompañada del huérfano astro.
Se me cayó el mundo encima. Mi prestigio por los suelos. Mi negocio por la borda. Tantos años de trabajo para nada. Otra vez a reinventarme. En fin, un desasosiego total que me sumergió en el lado oscuro.
Me dirigí al buscador: oigan, miren, que ha habido una confusión, que a esta señora no la conozco de nada, lo típico. Respuesta automática:
“Hemos recibido tu solicitud para retirar la reseña que aparece abajo y la estamos evaluando. Es posible que tardemos hasta tres días laborables. Una vez que hayamos tomado una decisión, recibirás un correo electrónico”.
Tomando una decisión, ni más ni menos. Me tuvieron sin dormir un par de días para acabar contestándome que la reseña no infringía ninguna de sus políticas, y que por tanto se seguiría mostrando. Me recomendaron que hablara directamente con «el cliente» para resolver el problema. Seguí sus indicaciones, pero no hubo posibilidad de diálogo.
A a las pocas semanas, eché un vistazo a mi página y, como les decía, la fatídica reseña había desaparecido. De nuevo se hizo la luz, como en el salón de General Lacy.