“Seguro que te habrás dado cuenta [de] que doradas cúpulas bulbosas, celosías o arcos apuntados albergan las boutiques de Calvin Klein”, afirmaba un buen día la página web de Las Rozas Village, el ya mítico outlet de la periferia noroccidental madrileña.
Diseñado por el equipo de arquitectos L35 “con el objetivo de crear un ambiente urbano a través de la exclusividad de sus edificios y [el] tratamiento de las zonas peatonales”, este centro comercial al aire libre hace las delicias de turistas y gentes del barrio: pasean, tras estacionar su utilitario en una gigantesca playa de aparcamientos, entre los escaparates de prestigiosas marcas que exponen sus productos discretamente rebajados.
Más cómodo es el Metro para ir de compras al centro, porque aparcar es casi imposible, y además nunca sabe uno si le pueden llegar a multar. Una vez se emerge a la superficie, da gusto dejarse llevar por la Puerta del Sol, la calle del Arenal o la de Fuencarral. Sin tráfico rodado ya que importune al comprador, las plazas y las calles de Madrid se han convertido también en un inmenso centro comercial, aunque en lugar de los caprichos orientales que aderezan el Village, castizos balcones acompañan las fachadas.
Pero faltaba quizás la guinda, ese icono ante el que poder uno hacerse un selfi como es debido:
“Muy pronto Madrid va a contar con un nuevo símbolo”, anunciaba el noticiario de Telemadrid el pasado mes de abril.
El ascensor de acceso a la estación de metro de la Red de San Luis —hoy Gran Vía— entró en servicio en el año 1920, a la sombra de la marquesina del templete diseñado por el arquitecto Antonio Palacios, encargado por la Compañía Metropolitana Alfonso XIII de cuidar el decoro de la nueva y flamante red de transporte público. Esta construcción de granito, hierro y cristal cobijaba su foso. El elevador, rodeado por una preciosa escalera, salvaba los quince metros de altura que separan la calle de los andenes de la línea 1, primera de las inauguradas, que transportaba a los viajeros entre las estaciones de Sol y Cuatro Caminos, deteniéndose en Tribunal, Bilbao, Chamberí —clausurada en 1966, ha permanecido intacta, merece mucho la pena visitarla—, Iglesias y Ríos Rosas.
La moderna marquesina de aquella “ermita laica y cuadrada” (palabras de Francisco Umbral) se asomaba a la Gran Vía desde el ensanchamiento que se produce en la cumbre de la calle de la Montera. En torno a ella había siempre mucha gente, pues era el único acceso a la estación. El madrileño que acudía a los cines y las salas de fiestas de la gran arteria madrileña pagaba feliz el suplemento por no tener que subir las escaleras; gratuita era la bajada hasta las profundidades, después de la juerga.
A finales de los años sesenta, el primer tramo de la nueva línea 5, entre Callao y Ventas, se cruzó con la 1 en la Red de San Luis. Se aprovechó el momento para abrir dos nuevas bocas de acceso a la estación, equipadas con modernas escaleras mecánicas. El templete se quedó sin razón de ser, la Compañía Metropolitana –ya a secas– cedió al Ayuntamiento el templete para alojar una oficina de información municipal, pero la idea no cuajó y, poco después de clausurarse el foso, se ordenó su desmantelamiento. Ya que nadie sabía muy bien qué hacer con semejante trasto, las autoridades de Porriño, pueblo natal del arquitecto Palacios, mandaron un camión a la capital y se llevaron los sillares de granito que habían salido, medio siglo atrás, de sus canteras. En un parque, a las puertas del cementerio en el que yace el insigne alarife, los volvieron a ensamblar; la marquesina debió de acabar en algún chatarrero del barrio de Tetuán.
No fue el templete de Palacios la única construcción señera en desaparecer durante aquellos años finales de la dictadura. Se demolió con nocturnidad y alevosía la gasolinera Porto Pí, en la calle de Alberto Aguilera (replicada también en los años noventa). Cayó poco después el frontón Recoletos, cerrado y abandonado tras los daños sufridos por los bombardeos de la Guerra Civil; el mercado de Olavide voló literalmente por la aires. Todas ellas fueron reivindicadas por los defensores del patrimonio arquitectónico, pero a ninguna ha echado tanto de menos el pueblo de Madrid como al templete de Palacios.
Décadas llevaban las autoridades madrileñas pensando en saldar esa deuda. Intentaron recuperar los sillares originales, pero lo que se da no se quita, contestaron los gallegos. La solución: una buena réplica, restaurar la memoria, reconstruir la historia. Habiendo desaparecido su función utilitaria, era necesario buscar una buena excusa. Rescató el regidor Álvarez del Manzano la idea de instalar en su interior una oficina de atención al ciudadano; Ruiz Gallardón, su sucesor, propuso que se informara al turista. Finalmente, no se ha considerado imprescindible atender a nadie, y con la función simbólica se han apañado las autoridades.
La primera vez que lo vi me pareció enorme, desproporcionado, como si la ciudad hubiera encogido a su alrededor (en las fotos antiguas parecía más chaparro). Me decepcionó no encontrar ni rastro del foso original, con su preciosa escalera, pero no debía de quedar gran cosa; además, la réplica ni siquiera se ha situado sobre su lugar original, sino donde menos estorbaba. Luego ya, según he ido visitándolo, voy viéndolo mejor; su apariencia no puede ser más castiza: encarna a la perfección esa monumentalidad a la madrileña, entre cosmopolita y manchega, o gallega. El objeto, desde luego, sigue siendo bonito, aunque se le ve un poco desangelado.
Asoma con cierta timidez, como diciendo: “Bueno, aquí estoy de nuevo, parezco el mismo pero soy otro, y me temo que no sirvo para gran cosa”. Le debe de estar costando un poco entender que su función es sólo simbólica. Se le ve dispuesto a competir con el Bernabéu, Correos o el Capitol en el ranking de selfis enviados a las redes sociales, pero no parece nada claro que pueda conseguirlo. Seguro que con el paso del tiempo se irá encontrando mejor: de momento, como florero, no queda mal del todo, y el cariño popular lo tiene, sin duda, asegurado.